On Fire

Ella estaba con un vestido rojo, tacones rojos, labios rojos, como si no hubiera otro color. Claramente, el motivo por el cual ella quería el trabajo, era para huir de algo. Parecía una femme fatale, pensé sin darle tantas vueltas. Es más, se le notaba que no era de este pueblo con apenas 1900 habitantes y 850 libros que no suman más de 150.000 páginas, o sea, ni siquiera medio libro por persona. Llevo 25 años queriendo salir de acá y no lo he logrado. Olvidaba decirles, de los 850 libros, dos son míos.

—Bueno, me decías que te llamas… ¿Felicidad? —Le pregunté, aún escéptico.

—Sí, me llamo Felicidad, creo que mis papás estaban un poco extasiados cuando me hicieron.

La miré fijamente, la verdad no esperaba una respuesta más corta.

—Felicidad, ¿me podrías decir por qué una licenciada en literatura postmoderna quiere trabajar en una librería lejos de la capital?

—¿Ah? Lo siento, me distraje.

No le creo, siento que evade mi pregunta. Se la repito y me responde sollozando —a decir verdad, estoy terminando mi tesis y busco un trabajo que no me exija mucho y pensé que este sería un excelente lugar, mi abuela vivió toda su vida acá— ¿En la librería? —le pregunté asombrado.

Se rio —Noooo ¿cómo crees? En el pueblo— jugando con su pelo.

Se quedó atenta a mi camiseta. Le dije —Marcos, me llamo Marcos— Le faltaba la r a la palabra bordada.

***

Le di el trabajo a pesar de que opinaba que la entrevista fue muy floja. Ella se fue familiarizando poco a poco con las secciones y los títulos que más solicitaban, narconovela. Un día sin aviso cambió por completo su distante actitud y decidió hablarme cuando vio mis dos libros en la sección de dramas de la tercera edad. Ahora se sentaba conmigo en la hora del almuerzo y me contaba de sus largos viajes en tren para llegar al pueblo. Había tomado por un par de días mi libro “El sexo de los viejos”, sintiéndose atraída por mis conjeturas mediocres y sin argumentos.

Cada vez, cuando le pasaba un libro para contramarcar, sentía que no era accidental el roce de su mano por varios segundos; cuando pasaba revista de la librería, ella me guiñaba el ojo, sabía que tomaba uno que otro prestado para sus largos viajes, pero nunca le decía nada, quizá nadie lo extrañaría si decide quedárselo.

Los días jueves yo no llevaba almuerzo, ella, por el contrario, traía doble porción. Ese día la conversación se tornó un poco… y me dijo sin tapujos: —Una de mis fantasías es hacerlo con un escritor en una librería—. Me intimidé, pero hay muchos escritores, inclusive publicados y galardonados. Sin embargo, luego dijo: —Que trabaje en una librería de 850 libros—. Así la cosa cambia, parece que soy yo.

***

Los siguientes cuatro días me ignoró por completo, al quinto fuimos a la sección de poesía, la menos visitada. Le empecé a hablar del chismesito de Pizarnik y Cortázar cuando me empezó a besar y sin ningún preámbulo me metió la mano en el pantalón. A los pocos segundos la saco rápidamente, no estaba listo, ella se dio la vuelta y no dijo nada. ¿Esperaba algo más de mí?, no sé si era el tamaño o la actitud, probablemente esperaba ilusionada una sórdida escena que pudiera ser narrada por Bukowski o Sade dónde el enfermito de un pueblo que atiende una librería vacía de esperanza se enciende y la hace suya con un instinto bestial.

Esa noche todos se fueron temprano y me quedé con el viejo espíritu de la librería. Todas las librerías tienen su espíritu protector. Leía “Las manos que crecen”, y le dije en voz audible que quería ser un cuento llamado “el pene que crece”, eran las 11:11 en el reloj del pasillo; me reí de solo pensarlo, no podía sacar a Felicidad de mi cabeza y creí que mi petición sería escuchada por el místico espíritu protector o santo patrono de los libreros, y como soy un tipo triste, quizá el universo se condolería conmigo entregándome un poco de Felicidad para mi vida. Me quedé dormido en la sala de reposo. Desperté en la madrugada y salí para mi casa en la bici como siempre, pero me sentía algo incómodo con el asiento, algo había cambiado.

***

La siguiente semana volví a ser el ignorado como hace unos meses, sin Felicidad en mi vida, seguía siendo Ma[r]cos el triste. Me escondí en la rutina y en el arrume de libros nuevos por contramarcar. De 850 libros pasamos a tener 1002, los dos últimos son los míos. Pensé en llevármelos para dejar la librería en números perfectos, al fin y al cabo nadie me leía.

Era lunes, uno más lento de lo usual en la librería, por eso no abrí, y después de ver en el noticiero sobre un incendio, decidí ir por mis ejemplares, eran el único par que me quedaban. Al llegar, la librería estaba abierta, entré con la ingenuidad de que pudo ser un descuido propio de mi TDAH, ¿quién robaría un lugar como este?, solo uno imbécil. Seguí las huellas de barro. Vi que ella los tenía y caminaba hacia el desván. Solo podía ver su espalda, no alcanzaba a ver qué hacía con ellos. Un intenso naranja la envolvió. Les prendió fuego. No sabía que no lograr una erección que encendiera el momento pudiera provocar dicha reacción, era en el fondo comprensible, era su fantasía y yo el único escritor del pueblo. Ella salió, yo alcancé a controlar el fuego para que no se extendiera.

***

Nunca supo que estuve ahí. Atendí al cuerpo de Bomberos y me dijeron sus hipótesis fallidas, dejé enfriar las llamas y al cabo de unas cuantas horas me le acerqué para preguntarle por mis libros, sin excusas y con un brillo de cinismo en sus ojos me dijo que los había quemado. —Tengo un problema, desde que llegó a mi vida Fahrenheit 451 un bajo instinto por quemar los libros de personas conocidas me incinera por dentro, como si al hacerlo pudiera liberarme del fuego interno y al escritor de su mediocridad — no supe qué responder, (tartamudeaba)—No puedo parar de hacerlo, lo siento.

—¿Hace cuánto no escribes?

 —Le dije que hace un par de años estaba intentando encontrar…

 —Lo ves, ahora podrás volver a escribir, ya no estás preso por tus viejas ideas. 

Me abrazó como si eso la excusara.

***

Después de pedalear unos minutos hacia el tren, ya no pude andar en mi bici, una extraña presión hace que me den ganas de miccionar y por la hora no vi problema en hacerlo en el poste, como un perfecto animal; al tomar mi pene lo sentí atascado entre la piel, más pequeño, tímido, minúsculo, no era el mismo. Acabé y aceleré como pude a la casa para cerciorarme de lo que ocurría. En estos temas, cualquier centímetro cuenta.

Al llegar a casa y revisar bien, sí había algo más grande, —No se emocionen— eran las pelotas. Recuerdo haber deseado un pene más grande, no unas pelotas más grandes. Me puse el Blue-jean más apretado que tenía, ahora sí que se notaba algo entre mis piernas. Tenía cojones.

***

Cada día, entre más crecían, más disminuía la distancia entre Felicidad y yo. Fuimos a la sección de poesía y después de besarnos mandó su mano a mi entrepierna. Estaba confundida. Nunca había tenido sexo de esa manera; tenía miedo que además de cojones tuviera mucho semen acumulado y se pusiera la situación embarazosa.

Nuevamente, ella, insatisfecha, mientras nos vestíamos, inició el fuego lanzando un cigarrillo con indignación. Esta vez la víctima fue la sección de poesía. El joven de oficios varios tomó el extintor y apagó las llamas evitando un incendio mayor, ahora eran de nuevo 850 libros.  Otra vez, tuve que atender al cuerpo de bomberos y los convencí de que se trataba de un evento aislado del anterior. Le adjudiqué el accidente a un lector, quien regularmente sacaba libros sobre inflamables. Pagó una multa y dos noches en la cárcel municipal.

***

Un par de semanas después volvimos a abrir y ella estaba ahí con su sonrisa descarada, viéndome el bulto en la entrepierna que ya era imposible de disimular. Yo no dejaba de pensar en la lectura dominical, en ella, se relataba un suceso en el municipio aledaño: días atrás la librería de ese lugar quedó reducida a cenizas; creí que lejos de ser casualidad, la única razón por la cual incinerarían el lugar con el dueño adentro, era Felicidad. Sentí que corría un grave peligro con Felicidad cerca de mí… y tan caliente.

Las bolas no paraban de crecer y ya no sabía cómo acomodarlas. Era imposible trabajar así, me sentía muy huevón. Salí temprano a la estación de tren, llegué a casa y me metí a la tina con agua helada, y nada que se reducían. Dormí boca arriba. Al despertar, la decisión estaba tomada, ya estaban tan grandes que era un asunto médico y hasta quizás de espectáculo. Llamé y solicité una cita.

***

Ya en el consultorio, el Dr. Piper me comentó sobre el síndrome que podía estar padeciendo y me envió unas cremas, menjurjes y pastillas, pero no era el único que necesitaba ayuda profesional. Felicidad necesitaba parar de prender fuego a su paso. Apenas tuve ocasión llamé a Felicidad, y le pedí que me acompañara donde mi primo, un psicoanalista muy reconocido en la ciudad. Ella aceptó entusiasmada, más por el viaje en tren que por la posible ayuda que podría recibir.

En el vagón íbamos escuchando la emisora municipal, compartíamos los audífonos; escuché la palabra incendio, dejé a un lado la conversación que teníamos sobre las cadencias rítmicas en la literatura urbana vs. periférica, le subí el volumen al radio y escuché: “Nuevo incendio en la librería municipal, con el mismo modus operandí. Mueren esta vez el director, el ayudante y el joven de servicios varios”.  Miré a Felicidad, asustado. Yo seguía vivo, por lo menos eso parecía. Ella, orgullosa, tomó un libro, leyó una página y me miro inquieta. —Ya eres libre para dedicarte a escribir, además a nadie le harás falta, alguien debía sacarte de ese pueblo—. Observé el humo por la ventana y sentí deseos de escribir, un impulso que hace muchos años no tenía. Luego me aclaró que el joven de servicios varios se había tomado el día libre. Tuve que poner cara de alivio, como si me importara, no quise indagar cosa alguna acera de los cadáveres.

En la radio la música pasó de gaitas y tambores a contrabajos y saxofones. Llegamos algo cansados, aun así, esa noche escribí como nunca. Felicidad se fue a la cama temprano después de terminar un libro que leía. A la mañana siguiente, algo faltaba, mis testículos estaban en su tamaño original y no había rastros de Felicidad. Me levanté con urgente arrebato y empecé alistarme. Unos minutos después de vestirme, me llamó mi primo, el psicólogo. Me dijo que había atendido Felicidad y que ella presentaba un cuadro de piromanía post sapio-sexualidad, es decir, se ponía muy caliente si había cerca de ella personas inteligentes, y eso la llevaba, literalmente, a querer arder e incinerar todo a su paso. Al colgar vi que dejó su libro en la mesa de noche, otro escritor novel tenía su atención. La esperé todo el día. Felicidad no regresó, después me enteré de que el consultorio de mi primo ardió en llamas.

***

Dicen que las almas gemelas llegan a darle rumbo a tu vida y luego desaparecen. Pasaron 10 años y escribí cinco libros con un fuego que insistía en no extinguirse. Era feliz, de eso no cabe duda, pero igual, “la costumbre es más fuerte que el amor”, razón por la que encendía todas las noches la radio para escuchar las noticias y ver si había alguna librería on fire.

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