On Fire

Ella estaba con un vestido rojo, tacones rojos, labios rojos, como si no hubiera otro color. Claramente, el motivo por el cual ella quería el trabajo, era para huir de algo. Parecía una femme fatale, pensé sin darle tantas vueltas. Es más, se le notaba que no era de este pueblo con apenas 1900 habitantes y 850 libros que no suman más de 150.000 páginas, o sea, ni siquiera medio libro por persona. Llevo 25 años queriendo salir de acá y no lo he logrado. Olvidaba decirles, de los 850 libros, dos son míos.

—Bueno me decías que te llamas… ¿Felicidad? —Le pregunté, aún escéptico.

Sí, me llamo Felicidad, creo que mis papás estaban un poco contentos cuando me hicieron o me tuvieron— la miré fijamente, la verdad esperaba una respuesta más corta.

—Felicidad, ¿me podrías decir por qué una licenciada en literatura post-moderna quiere trabajar en una librería de pueblo?

—¿Ah? Lo siento, me distraje. No le creo, siento que evade mi pregunta. Se la repito y me responde sollozando —a decir verdad, estoy terminando mi tesis y busco un trabajo que no me exija mucho y pensé que éste sería un excelente lugar, mi abuela vivió toda su vida acá— ¿En la librería? —le pregunté asombrado.

Se rió y dijo —Noooo ¿cómo crees? En el pueblo.

Se quedó atenta a mi camiseta. Le dije —Marcos, me llamo Marcos— Le faltaba la r a la palabra bordada.

Le di el trabajo a pesar de que creía que la entrevista fue muy floja . Ella se fue familiarizando poco a poco con las secciones y los títulos que más solicitaban, narconovela. Un día cambió por completo su distante actitud y decidió hablarme cuando vio mis dos libros en la sección de dramas de la tercera edad. Ahora se sentaba conmigo en la hora del almuerzo y me contaba de sus largos viajes en tren para llegar al pueblo, ella había tomado por un par de días mi libro “El sexo de los viejos”, sintiéndose atraída por mis conjeturas sin argumentos.

Cada vez, cuando le pasaba un libro para contramarcar, sentía que no era accidental el roce de su mano por varios segundos; cuando pasaba revista de la librería ella me guiñaba el ojo, sabía que tomaba uno que otro prestado para sus largos viajes.

Los días jueves yo no llevaba almuerzo, ella traía doble porción. Ese día la conversación se tornó un poco… y me dijo sin tapujos: —Una de mis fantasías es hacerlo con un escritor en una librería. Me intimidé, pero hay muchos escritores, inclusive publicados y galardonados. Sin embargo, luego dijo: —Que trabaje en una librería de 850 libros. Así la cosa cambia, parece que soy yo.

Nos fuimos a la sección de poesía, la menos visitada,  ella me empezó a besar y sin ningún preámbulo me metió la mano en el pantalón.  A los pocos segundos la saco rápidamente, no estaba listo, ella se dio la vuelta y no dijo nada. Esperaba algo más de mí, no sé si era el tamaño o la actitud, creo que esperaba una sórdida escena que pudiera ser narrada por Bukowski o Sade.

Esa noche todos se fueron temprano y me quedé con el viejo espíritu de la librería. Todas las librerías tienen su espíritu protector. Leía un cuento de Cortázar, “Las manos que crecen”, y le dije en voz audible que quería ser un cuento llamado “el pene que crece”; me reí de sólo pensarlo, no podía sacar a Felicidad de mi cabeza y creí que mi petición sería escuchada por el místico espíritu protector o santo patrono de los libreros, y como soy un tipo triste, quizá el universo se condolería conmigo entregándome un poco de Felicidad para mi vida. Me quede dormido en la sala de reposo. Desperté en la madrugada y salí para mi casa en la bici como siempre, pero me sentía algo incómodo con el asiento, algo había cambiado.

Al día siguiente, volví a ser el ignorado de hace unos meses, sin Felicidad en mi vida,  seguía siendo Marcos el triste. Me escondí en la rutina y en el arrume de libros nuevos por contramarcar. De 850 libros pasamos a tener 1002, los dos últimos son los míos. Pensé en llevármelos para dejar la librería en números perfectos, al fin y al cabo nadie me leía.

Cuando decidí ir por ellos, vi que ella los tenía y caminaba hacía el desván. La seguí para ver qué haría con ellos: les prendió fuego. No sabía que el no estar listo para el fuego ¨pasional¨ pudiera provocar dicha reacción, era en el fondo comprensible, era su fantasía y yo el único escritor del pueblo. Dejé enfriar las llamas y al cabo de unas cuantas horas me le acerqué y le pregunté por mis libros, sin excusas me dijo: —Los quemé. Tengo un problema, desde que llegó a mi vida Fahrenheit 451 un bajo instinto de quemar los libros escritos por personas conocidas me controla, como si con eso pudiera liberarlos de sí mismos — no supe qué responder, (tartamudeaba )—No puedo parar de hacerlo.

Ella me cuestionó —¿Hace cuánto  no escribes? — Le dije que hace un par de años estaba intentando encontrar… me cortó diciendo: —Lo ves, ahora podrás volver a escribir, ya no estás preso por tus viejas ideas. Me abrazó como si eso la excusara.

Las noches se me hacían cada vez más largas. Terminar sólo el turno y cerrar, resaltan el vacío. Después de pedalear unos minutos hacia el tren, ya no pude andar en mi bici, una extraña presión hace que me den ganas de miccionar y por la hora no vi problema en hacerlo en el poste, como un perfecto animal; al tomar mi pene lo sentí atascado entre la piel, más pequeño, tímido, minúsculo, no era el mismo. Acabé y corrí como pude a la casa para cerciorarme de lo que ocurría. En estos temas, cualquier centímetro cuenta.

Al llegar a casa y revisar bien, sí había algo más grande, las pelotas. Recuerdo haber deseado un pene más grande, no unas pelotas más grandes. Me puse el Blue-jean más apretado que tenía, ahora sí que se notaba algo entre mis piernas. Tenía cojones.

Cada día, entre más crecían, más disminuía la distancia entre Felicidad y yo. Fuimos a la sección de poesía y después de besarnos mandó su mano a mi entrepierna. Estaba confundida. Nunca había tenido sexo de esa manera; tenía miedo que además de cojones tuviera mucho semen acumulado y se pusiera la situación embarazosa.

Nuevamente ella, insatisfecha, mientras nos vestiamos inició el fuego. Esta vez la víctima fue la sección de poesía. El joven de oficios varios tomó el extintor y apagó las llamas evitando un incendio mayor, ahora eran de nuevo 850 libros. Yo le adjudiqué el accidente a un lector, quien regularmente sacaba libros sobre inflamables. Él pagó una multa y dos noches en la cárcel municipal.

Cinco días después volvimos a abrir y ella estaba ahí con su sonrisa descarada, viéndome el bulto en la entrepierna que ya era imposible de disimular. Yo no dejaba de pensar en lo leído en el diario, un suceso en el municipio aledaño, unos días atrás; creí que lejos de ser casualidad, la única razón por la cual la librería de ese lugar quedó reducida a cenizas, con el dueño adentro, era Felicidad. Sentí que corría un grave peligro con Felicidad cerca de mí… y tan caliente.

Las bolas no paraban de crecer y ya no sabía cómo acomodarlas. Era imposible trabajar así, me sentía muy huevón. Salí temprano a la estación de tren, llegué a casa y me metí a la tina con agua helada, y nada que se reducían. Dormí boca arriba. Al despertar, la decisión estaba tomada, ya estaban tan grandes que era un asunto médico y hasta quizás de espectáculo. Lammé y solicite una cita.

Ya en el consultorio, el Dr. Piper me comentó sobre el síndrome que podía estar padeciendo y me envió unas cremas, menjurjes y pastillas, pero no era el único que necesitaba ayuda profesional. Felicidad necesitaba parar de prender fuego a su paso. Apenas tuve ocasión llamé a Felicidad, y le pedí que me acompañara donde mi primo, un psicoanalista muy reconocido en la ciudad. Ella aceptó entusiasmada, más por el viaje en tren que por la posible ayuda que podría recibir.

En el vagón íbamos escuchando la emisora municipal, compartimos los audífonos; de improvisto escuché la palabra incendio, dejé a un lado la conversación que teníamos sobre las cadencias rítmicas en la lingüística diferenciada, entre los escritores del caribe nacidos en poblaciones cercanas al mar, versus los nacidos cercanos a ríos, le subí el volumen al radio y escuché: “Nuevo incendio en la librería municipal, con el mismo modus operandí. Mueren director, ayudante y el joven de servicios varios”.  Miré a Felicidad, asustado. Yo seguía vivo, por lo menos eso parecía. Ella, orgullosa, me dijo: —Ya eres libre para dedicarte a escribir, además a nadie le harás falta, alguien debía sacarte de ese pueblo. Observé el humo por la ventana y sentí deseos de escribir, un impulso que hace muchos años no tenía. Luego me aclaró que el joven de servicios varios se había tomado el día libre. Tuve que poner cara de alivio,  como si me importara.

En la radio la música pasó de gaitas y tambores a contrabajos y saxofones. Llegamos algo cansados, aún así, esa noche escribí como nunca. Felicidad se fue a la cama temprano. A la mañana siguiente, mis testículos estaban en su tamaño original y no había rastros de Felicidad. Unos minutos después de vestirme, me llamó mi primo el psicólogo. Me dijo que atendió había atendido Felicidad y que ella presentaba un cuadro de piromanía post sapio-sexualidad, es decir, se ponía muy caliente si había cerca de ella personas inteligentes, y eso la llevaba, literalmente, a querer arder e incinerar todo a su paso. Felicidad no regresó ese día a casa, el consultorio de mi primo ardió en llamas.

Dicen que las almas gemelas llegan a darle rumbo a tu vida y luego desaparecen. Pasaron 10 años y escribí cinco libros. Era feliz, de eso no cabe duda, pero igual, «la costumbre es más fuerte que el amor», y por eso encendía todas las noches la radio para escuchar las noticias y ver si había alguna librería on fire.

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