MAGDALENA, NADIE ES TURISTA EN SU PROPIA TIERRA

Chek in. Chek out. No son términos que me importen porque ya he salido de este pueblo, y siempre vuelvo; no sé si es porque por acá entró todo a mi país, es más yo también entré por ese viejo puerto. Ahora está en ruinas, rodeado de bodegas con letreros incompletos, allí se pueden ver nombres y apellidos de quienes, en un tiempo, definían el futuro de la región, incluso del continente, desde muy lejos de acá.

Debo confesarlo, mi apellido está en una de esas viejas bodegas y, a pesar de llevar más de siete lustros ensopa-do por la pluviometría propia del pueblo, amaneciendo al lado del barullo del mar y el cacaraquear del gallo de doña Daneris, son pocos quienes me hacen sentir en casa. Empezando por el “pelado” de los domicilios.

Todos reconocen a mi familia, mi mujer Laure, con sus crespos apretados, parece un tótem ancestral donde quiera que va; mi hija lleva el nombre de uno de los ríos más caudalosos de la región, Magdalena, ella fluye por las calles e inunda todo a su paso con natural alegría; pero a mí, me sonríen y me hablan en otros idiomas.

Lo he intentado, no crean que no, todos los días he to-mado el mismo bus color canario y saludo a cada ayudante por su nombre, salgo a caminar sin que me pegue sombra y no agarro color, la melanina no me favorece. Camisas de flores, mochila al hombro, sanda-lias, y a veces sombrero; nada, es inútil, llamé más la atención, pero igual me sentí cómodo y así me quedé. Llevo años queriendo pasar desapercibido pero la gente tiende a creer que soy o fui importante, nunca lo use a mi favor, bueno, quizás para conquistar a mi mujer.

Recuerdo mi primer año caribe, la sensación de desco-nexión era mucho mayor, mi papá intentaba dejarme a cargo de lo que su abuelo había construido, pero con la muerte de mi abuela ya no había empresa que remen-dar. Pasó poco para que me tocara abrirme camino con los pocos pesos sobrantes después de que las rapiñas se llevaran todo en aquella temporada de mar de leva.

Nunca me sentí privilegiado económica ni académica-mente, tenía tanto como quienes me rodeaban, pero ellos empezaron a vender y nuevos barrios se construyeron a mí alrededor. Con los vecinos nuevos ya no teníamos el mismo trato, estaba claro que no me veían como alguien de confianza, llamaban a sus hijos cuando golpeaban en mi portón para pedirme les alcanzara la pelota que por error habían arrojado a mi antejardín. El portón se fue oxidando con el tiempo y después podían entrar sin necesidad de llamar a la puerta.

Durante años manejé la misma rutina, el bus color canario, ir a trabajar para sostener una casa que al regresar estaba llena de vacíos. Un día como cualquier otro subí al bus para ir a la fábrica y noté que había dejado la billetera. Me dejaron seguir, de seguro ellos creyeron que estaba perdido, pero la verdad nunca me sentí que estaba en el lugar donde debía estar en la vida cómo cuando la observe hasta la fatiga; su piel canela, ojos negros y pelo enmarañado me hicieron sentir en casa. Por ella me quedé, recuerdo que esa semana recibí la notificación de venta de la casa familiar, podía irme a donde quisiera, pero me quedé.

Siempre estaba a esa misma hora en el paradero esperando verla. Sin decir palabra, una que otra vez le sonreí y ella otra vez me respondió. Noté que siempre compraba el pudin en el viaje de regreso, una vez se lo pagué yo, otra vez ella me invito una soda, eran épocas de ofrendas de paz y pocas palabras.

Nuestra primera cita fue en una heladería local muy tradicional pero con nombre de otro lugar. En la fila para hacer el pedido intentaron hablarme en otro idioma. Hello, welcome. Ella reía sin parar, me gustaba verla reír, por lo que no me molestó lo sucedido. Hacíamos, probablemente, una pareja linda, excéntrica y a la vez cliché para los demás: el extranjero y la morena latina, pero yo, yo era porteño. Terminamos por casarnos, lo hicimos en el viejo paradero de buses color canario.

Ella me llevó primero a conocer su casa y después a recorrer las fronteras de todo lugar que nos contenía, creímos que el límite sería el mundo entero, pero nos recomendaron terminar de explorarlo en libros. Ella debía guardar reposo, una nueva persona venía en camino. Pensábamos secretamente que ella (la niña que estaba en gestación) sí llegaría a lugares donde nosotros no, por eso quisimos que tuviera un nombre identificable con un símbolo cercano a su origen.

El “pelado” de los domicilios sabía que yo era tan del barrio como el colegio que superpusieron en donde fue mi casa de niñez, y allí Magdalena estudiaría unos años después; que más podía pedir, ella crecería donde yo crecí. Al pasar los años el pelado de los domicilios ya tenía su propia tienda.

Magdalena ya era motrizmente hábil y cambambera, paticaliente como su madre de pequeña; la llevaba al parque y unas cuantas veces le preguntaron si estaba sola en el lugar. Al señalarme como su acompañante las personas dudaban y se preocupaban, en una ocasión tuve que ir con la policía hasta casa y mostrar el registro civil. Eso confundió mucho a Magdalena y durante un largo periodo empezó a compartir más con su madre.

Yo volví a la rutina, al bus color canario para ir a trabajar y luego mantener, al regresar, espacios llenos, no de vacíos, sino de ausencias. Fue casi una década en la cual ella se hizo mujer, y para mi se hizo difícil ganar ciertos espacios. Dejé de ser un modelo, estaba claro que empezaba a compararme con los niñitos del barrio.

Fue en un cumpleaños, cerramos la cuadra, la comida era suficiente, la música pertinente; la gente, más de la que hubiera deseado, pero algo faltaba, ella no se sintió cómoda con algo, total es mi hija, quizás también se siente ajena a ciertos espacios. Buscándola, encontré ese parque en donde la empujaba en el columpio hace unos años. Estaba allí y la balanceé, aguardé en silencio, fue cuando dijo con lágrimas en su rostro:

—Me dicen la hija del gringo, la gringa, o que me vaya porque yo no entiendo de lo que hablan ya que no soy de acá. Yo nací acá y soy casi igual de morena como mi mamá; mi amiga Dayana dice que nos tratan como turistas. ¿Qué es un turista? No quiero ser uno.

Le dije: —Magdalena, nadie es turista en su propia tierra.

Su mirada me dijo que ella no pertenecería a un solo lugar y que ella siempre sería una turista. Hoy, diez años después la acompaño a tomar el bus color canario con sus maletas.

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